Tanto en la sociedad global como en
las organizaciones -empresas u otras-, el devenir consiste en una permanente
continuidad y en un persistente cambio. Lo antiguo, sobre lo cual está
construida la identidad, y lo nuevo que permite la adaptación y el progreso.
Ninguna sociedad y ninguna organización podrían sobrevivir si prescindieran de cualquiera de estos dos
procesos: la permanencia y la renovación.
Es una polaridad que, como otras del mundo natural y del social, se
complementan como dar origen a una nueva unidad indispensable.
De modo que los sucesivos gobiernos
no pueden ser la mera continuidad de los anteriores, dado que en el intertanto
han variado muchas realidades tanto de la vida interna del país como, sobre
todo, del mundo exterior.
Es
cierto que existen épocas que se caracterizan por lo uno o por lo otro. ¿Qué
duda cabe que la nuestra, sea para bien o para mal, es una en la que el cambio
tiene mayor vigencia que la continuidad? Sin embargo, aún en estos
tiempos, el cambio permanente y total es un
absurdo irrealizable en el mundo social.
Su vigencia, preconizada por alguna filosofía política, fue puramente
ideológica. Cuando se ha intentado una aproximación a tal frenesí, las
sociedades se han desarticulado y las organizaciones perecido.
En una unidad social, que posea una
estructura de relaciones democráticas, ese tipo de cambio no puede darse. Las
estructuras políticas democráticas están dotadas de poderosos mecanismos
conservadores que favorecen la tradición y, por su lado, la costumbre social
tiene una inercia que suele morigerar lo nuevo de modo de compaginarlo con lo
preexistente. El cambio se hace parte de la realidad social una vez que ha sido
compatibilizado con aquellos mecanismos. De modo que el cambio económico y social en nuestra época es
complejo, aunque obligatorio para la
preservación y el desarrollo de los organismos sociales, toca los más variados
aspectos de la realidad y muchos de sus efectos son, desafortunadamente,
impredecibles. Incluso, algunos, constituyen consecuencias no deseadas. Tal por
ejemplo, el modo en que han venido cambiando en las últimas décadas las
relaciones del Estado con la sociedad y las personas. Y las de la sociedad y
las personas entre sí.
Por todo ello, el manejo del cambio
requiere de una gran sabiduría para que lo nuevo tenga éxito y ayude a la
sociedad o a la organización a progresar. Si la escala es grande -como la
sociedad global- tal manejo no puede ser obra de quienes poseen una experiencia
limitada a situaciones específicas o excepcionales. Las “mejores prácticas” como fuente de inspiración para diseñar cambios mayores es una fórmula a
la que se acude sobre todo en relación a políticas públicas, por parte de
autoridades de gobiernos y parlamentos.
Sin duda que esa estrategia puede ser
adecuadas como meta ideal a alcanzar. Sin embargo, el traslado exitoso de
prácticas externas a una realidad nacional muy diferente del original es
improbable. El conocimiento de la realidad en el área específica es
indispensable. En cambios menores es posible que la imitación (o copia) puede
convenir cuando no se poseen los recursos para
la investigación y la innovación.
Es una estrategia seguida por muchos países y empresas.
El cambio en los tiempos que corren
forma parte de la dinámica misma de los procesos
globales que rigen a la economía y a la política. De modo que los sucesivos gobiernos no pueden ser
la mera continuidad de los anteriores, dado que en el intertanto han variado
muchas realidades tanto de la vida interna como, sobre todo, del mundo
exterior.
Los motores que dinamizan los cambios
en nuestra época son, por un lado, la creación científica y la innovación
tecnológica. Y, por el otro, la opinión pública. Los primeros no tienen patria,
ocurren en distintos lugares. Su aplicación económica y comercial escapa al
control de los países individuales. Por ello aparecen como locomotoras que
arrastran a su paso con industrias, comercios y hábitos de la vida económica
local. En cuanto a la opinión pública, si bien es cierto que su percepción
ocurre a nivel nacional, posee una creciente capacidad para erigirse, en el
mundo democrático, en una institución dominante. Lo hace en la misma medida en que avanza el actual
proceso de desinstitucionalización.
Todo gobierno futuro, en el país o en
la organización, deberá acometer el cambio no porque el liderazgo anterior lo
hizo mal (aunque pudo haberlo hecho), sino porque toda economía y unidad social
dinámicas pueden sobrevivir, como tales, sólo
si pueden adaptarse a los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos; a las renovadas maneras de hacer las cosas que
traen consigo; y, en no pocas ocasiones, a las demandas y aspiraciones de la
opinión pública.
Respecto de los cambios que los
líderes propongan es necesario que las personas involucradas sepan: ¿cuáles son
exactamente esos cambios?; ¿cómo se implementarán (forma, ritmo, cuantía,
participación); ¿cuáles son los objetivos y cuáles
los recursos políticos, institucionales, financieros, humanos involucrados?; ¿qué efectos tendrán esos cambios sobre ellas y
cómo se manejarán las consecuencias negativas, si las hubiese?
Llegado el momento del cambio, su
realización es imperativa. Es tarea del liderazgo percibir ese momento. Su
misión consistirá de ahí en más en orientar a todos para la realización del
nuevo objetivo y asumir la responsabilidad de su implementación. Liderar consiste cada vez más en abrir nuevas
posibilidades, en proyectar a personas y organizaciones hacia un futuro que
hasta ese momento nadie percibía.
Por
otro lado, debemos equipar a nuestros
hijos para enfrentar los cambios.
No podemos dejarlos indefensos ante ellos, sino dotarles de la confianza y
fortaleza necesarias para enfrentarlos con coraje y sabiduría. El statu
quo no es de esta época. La polaridad continuidad y cambio es el signo
de los tiempos.
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