on tantas críticas al Transantiago me ha bajado una aguda nostalgia de las micros amarillas. Me he recordado del colorido espectáculo de ellas en las avenidas Alameda y Providencia: eran como un largo y permanente tren que se prolongaba por varios kilómetros a todas las horas del día, llenas de pasajeros o vacías. Y el humo que vaciaban en el aire era como el de las antiguas locomotoras a carbón. Un bello panorama.
En el invierno, ¡que cosa más entrañable! con sus ventanales sin vidrios se ventilaba su interior con una feroz brisa y cuando llovía uno debía de elegir entre ir de pié o sentarse y abrir el paraguas. En todo caso los asientos estaban ya mojados. Si para muchos el caminar bajo la lluvia es muy romántico imagine usted como fue para nosotros el hacerlo al interior de una “amarilla”.
Temprano en la mañana los escolares recibían un trato tan cortés y amable de parte de los choferes como el que recibían en la tarde a la salida de sus colegios. Pagaban su pasaje escolar y quedaban esperando su boleto el que nunca recibían. El trato cortés y amable los desorientaba, pero el chofer permanecía mudo. Claro que para ellos era una suerte estar arriba del vehículo toda vez que si esperaban en grupo las micros veloces simplemente no se detenían.
Una muy grata experiencia personal era la de esperar en un paradero la pasada de estas micros.Era una alegría el divisar en lontananza que muy rápidamente se acercaban dos de ellas. Uno se apresuraba a levantar el brazo para que pararan en el paradero (que contrasentido el nombre) pero ¡qué estresante desilusión! pasaban de largo en desenfrenada carrera, a la búsqueda de un buen lote de humanos. Un o dos eran despreciables humanoides para estos avezados ases de la alta velocidad. Una carrera más disputada que las de la Fórmula Uno y, en algunos tramos, a mayor velocidad. Un espectáculo gratuito para entretención de todos sin distinción de niveles de ingreso. Ejemplo cabal de nuestra democracia igualitaria.
Si a la hora de mayor tránsito uno lograba tomar el vehículo se subía aunque fuese en las pisaderas toda vez que las puertas estaban siempre abiertas sin importar la estación del año. La máxima era: hay que dar satisfacción al usuario. Para los jóvenes ir colgando de la micro en días de lluvia constituía una aventura donde demostraban su valentía. Si lograban llegar a su destino podían contar a sus compañeros semejante hazaña. Claro que de vez en cuando alguno caía en el trayecto. Para los no tan jóvenes la aventura no era tan gloriosa, aunque como en el caso del "mal de amores" de Juan Luis Guerra, siempre les subía la bilirrubina: "¡ay! me sube la bilirrubina cuando te miro y no me miras." Porque para estos usuarios mayorcitos ir colgando en las pisaderas y llegar a destino era un acto de amor.
También he extrañado nostálgico las escenas, a veces trágicas a veces cómicas, que se producían con el modo de conducir de esos deportistas de la velocidad. Era impagable ver el espectáculo de señoras que ante una repentina frenada daban con su cuerpo cuán largo fuese en el piso del vehículo. En ocasiones el marido bajaba y buscaba a su señora alrededor suyo hasta que los pasajeros le avisaban solidarios que yacía en el piso sin lograr bajar. Entonces había que gritarle al chofer que detuviera por breves instantes su vertiginosa carrera. Otras veces se producían inolvidables escenas como la de una madre que hacía subir a su pequeña (o) hija (o) antes que ella y, la pobre, no alcanzaba a ingresar al transporte cuando este reanudaba la marcha. Entonces la madre corría desesperada detrás de la "amarilla" y el pasaje gritaba solidario al chofer que se detuviese. Este gentilmente lo hacía. Pero la emoción de la madre, de la hija (o), de los pasajeros persistía en el tiempo hasta el próximo evento.
Cómo no echar de menos la música de las radios que sonaban al compás del gusto musical de los conductores. Y también era notable la habilidad que desplegaban para manejar y conversar al mismo tiempo con un infaltable amigo o compadre que solía acompañarlos. Eran trabajadores multifuncionales: conducían, cobraban el pasaje aún a los iban en las pisaderas, conversaban con el compadre, escuchaban la radio, también a los artistas que subían a deleitar al público, daban propinas a esa notable innovación nacional llamada "sapos" que regulaban el flujo vehicular. ¿Se ha patentado esta invención de funcionamiento más eficaz que los GPS (Global Positioning System)? Aparte de ello solían sobrellevar los improperios, vulgo garabatos, de los gentiles pasajeros cuando iban muy despacio o cuando yendo muy rápido se pasaban de los paraderos. No obstante su pericia multifuncional, en ocasiones, fallaba la habilidad y se producían fatales accidentes.
Los automovilistas también disfrutaban con las “amarillas”. Su lema principal era manejar lo más alejados de ellas, aunque esto no siempre era posible ya que ocupaban todas las pistas de calles y avenidas. Por eso eran frecuente los topones más o menos serios. Pedir una reparación por los daños casi nadie lo hacía. Era voz popular que los correspondientes empresarios disponían de una abundante carpeta de abogados que se encargaban de que jamás los afectados lograran reparación alguna. ¡Qué ingenio el de esos tipos! El suscrito vivió la emocionante experiencia de que su auto fuese elevado desde atrás a varios centímetros ¿o metros? del suelo dos veces en la calle Providencia. ¿Cómo no tener nostalgia de tales emociones?
Claro que a veces los choferes corrían algunos riesgos. Los más graves, los asaltos para quitarle el dinero que recogían en el día de trabajo. A veces simplemente los asesinaban. Esto se acabó y no se debe sentir nostalgia por esos mortales riesgos.
De lo que nadie siente nostalgia alguna es de los feroces guitarreos y ensordecedores gritos de pretendidos “artistas” que subían uno tras otro a contaminar acústicamente a los vehículos. Ello simplemente porque guitarreo y gritos siguen ocurriendo. Lo mismo que los vendedores de baratijas. Lo curioso es que se lee en algunos transportes que el chofer puede poner la radio si ninguno de los pasajeros se opone. Pero frente a estos artistas que maltratan los oídos de los usuarios del Transantiago ¿cómo oponerse si la autoridad les permite seguir dañando el gusto musical de los santiaguinos? Y las baratijas ¿por qué no venderlas en los paraderos? Aparte de estos guitarreros y cantores subían a "las amarillas" unos incansables contadores de tragedias. Larguísimas y sufrientes, recientes o permanentes, personales o de parientes cercanos. Tragedias de enfermedades, accidentes o muertes. O de viajes imprescindibles aunque imposibles. Siempre dolorosas, pero siempre mitigables por la caridad de los pasajeros. Recorrían decenas, centenas o, quizás, miles de "amarillas". De mañana, tarde y noche.
Otra posibilidad de experiencia estética que ofrecían "las amarillas" era la contemplación de los infaltables dibujos que se exponían en los respaldares de los destartalados asientos. Claro que la temática era siempre la misma: genitales masculinos y femeninos acompañados, para los tardos de entendimiento, con sus correspondientes nombres en el "slang" criollo. Vulgaris, como dicen los latín hablantes.
Sí, las micros amarillas eran una fuente casi inagotable de emociones y entretención de los santiaguinos. Algunos varones manoseaban a las mujeres las que se entretenían haciéndoles el quite. Ambos, varones y damas, debían concentrase en su carteras para evitar que en el atochamiento algún pícaro se las birlara. Cada cual debía procurar, a veces a gritos, que el chofer se detuviera en el paradero cuando iba en vertiginosa carrera. Y, además, había que ser muy ágil en el momento en que casi se detenía porque el vehículo raudo partía. Otro grato pasatiempo era tratar de no caerse por la puerta permanentemente abierta si el chofer partía o frenaba. Claro que las puertas abiertas y las ventanas sin vidrios aliviaban el mal olor de la mugre de los vehículos y de los pasajeros. ¡Qué bien! ¿Y cómo evitar los resfriados?
Hay que vivir peligrosamente decía el filósofo Friedrich Nietzsche. Los choferes, los usuarios, los peatones y los automovilistas lo hacían gracias a la existencia de las “amarillas” famosas. Habiéndose acabado los cotidianos riesgos que conllevaban no queda otra cosa que sentir nostalgia, “saudades” por tan heroicos tiempos.
Aquí termino con Federico García Lorca:
“He llegado a la línea donde cesa
la nostalgia,
y la gota de llanto se transforma
alabastro de espíritu”.
Si el señor M.Barrera añora con tal
intensidad las "micros amarillas" de Santiago, para calmar sus sauda-
des podría venir a Viña del Mar o a
Valparaíso a disfrutar de las nuestras que son bicolores, tales como crema-naranjas, verdi-blancas y que desarrollan velocidades propias de coches de Fórmula 1. Estas emocionantes carreras tienen la música de fondo que trasmite la
radio a unos decibeles tan potentes que inhiben cualquier tímida sugerencia de un/una sufrido pasajero. Tras el meteórico y sonoro viaje, dando gracias por haber salvado con vida,
nos bajamos aturdidos e impotentes
ante tanta prepotencia.María E.
A pesar de las criticas que se le han echo al Transantiago, existe un hecho que no ha sido destacado....